viernes, 23 de abril de 2010

El vértigo de Rubén Darío


Guillermo Bustos

No hay que confundir ni llamarse a engaño con respecto a la comparación entre el número de lectores que determinada sección de un periódico alcanza y la importancia o la calidad que guarda su contenido. Si las secciones deportiva y de clasificados tienen más lectores que la página editorial de un periódico como El Comercio, para citar un caso, eso no significa que la calidad del contenido de aquellas sea necesariamente superior, ni que la página editorial deba contar cachos (aunque sean sabrosos y de oposición al régimen) para mejorar su visibilidad. Como se sabe, cada sección tiene su especificidad, su perfil de lectores y resulta un disparate pedir cuentas al director de la línea editorial sobre el plan de mercadeo de un periódico. Una cosa es que el pan caliente se venda rápido y otra diferente que éste califique como un alimento nutritivo. Estas distinciones se aplican a los recientes comentarios que sobre El Telégrafo realizó el presidente Correa y un coro de articulistas de diferentes periódicos, entre los que Rubén Darío Buitrón, imitando al coyote Wile en su vana persecución al Correcaminos, se precipita en caída libre sobre la superficie de lo público.

(http://libweb5.princeton.edu)

Ningún medio público-estatal (no gubernamental) puede reclamar la representación exclusiva de lo público deliberante, como tampoco los medios privados de comunicación pueden demandar el monopolio del ejercicio de la libertad de expresión. La sociedad en sus múltiples pliegues y diferencias se resiste a dejarse encapsular de maneras tan burdas. Por esa razón, para que el actual debate sea de algún provecho debe centrarse más en la democratización de los medios y la comunicación, y menos en la libertad de expresión, porque la fetichización de esta última impide constatar que sin la condición de la primera, la libertad no pasa de ser una quimera mediática. El omnipoder que denuncia el columnista en cuestión, en el vértigo de su persecución a los medios públicos, solo aparece en el horizonte del Correcaminos; y quizá por ser víctima del artilugio de su propia obsesión, irónicamente, no se da cuenta que el poder está más cerca de su nariz que delante del objeto inasible de su extravío.

La animadversión que ‘muchos’ medios privados dirigieron a El Telégrafo no ha sido fortuita. ¿Se podía esperar otra reacción de quienes veían resquebrajado el monopolio que disfrutaban en los ámbitos de la información y opinión? La incapacidad de deliberar sobre el papel de los medios de comunicación públicos y privados en la sociedad, que generalmente tropieza con la cantaleta antigobiernista, muy distinta de la crítica que con fundamentos hurga en las contradicciones entre lo que fue el proyecto de la revolución ciudadana y sus realidades, se ha reducido a un videojuego de tiro al blanco contra los ex columnistas del medio público. Por lo que se ve, no se trata de ventilar ideas sino de quemar incienso ante el altar privado de los santos patrones de algunos medios.

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