lunes, 10 de mayo de 2010

MAMÁ

Lucrecia Maldonado

Mi vida no fue una larga luna de miel con mi madre. A veces, cuando alguien me comentaba la complicidad que compartían con sus ‘mamis’, sentía envidia. Mi madre era parca conmigo, y con frecuencia tenía la impresión de que había que darle muchos motivos de orgullo y satisfacción para poder ‘ganarme’ su cariño.

Mi madre siempre fue activa y perfeccionista. Como trabajadora social del hospital Carlos Andrade Marín supo ganarse no solo el respeto, sino también el cariño de quienes recibieron su apoyo y compartieron con ella la jornada laboral.

Más allá de los momentos de tensión en las relaciones, de mi madre aprendí tres importantísimas actitudes: la generosidad, pues en mi casa nunca se negó un plato de comida a nadie, por ‘paraca’ que fuera, ni un lugar donde quedarse por las noches si era necesario; la equidad, pues en mi casa todos éramos iguales: el plomero que estaba arreglando una cañería se sentaba a la mesa con nosotros, compartíamos la vajilla diaria y todo con la empleada de la casa y su familia; y ya hacia el inicio de mi adultez, mi madre también comenzó a dar muestras de cierta humildad que la ayudaba a reconocer cuándo la había traicionado su mal carácter o se le había pasado la mano en alguna crítica, y a disculparse por ello.

Sin embargo, nunca la sentí cercana a mi corazón. Supongo que más allá del natural amor entre una madre y su primogénita, y al igual que casi todas las madres de la tierra, mi mamá se había hecho sobre mí esas expectativas que ningún hijo, ninguna hija tiene por qué cumplir.


A poco de su jubilación, cerca de mi divorcio, mi madre comenzó a perder sus referentes: olvidaba objetos, ignoraba fechas, no sabía para qué había ido a una habitación ni adónde íbamos en el auto. Lo que parecían olvidos cotidianos, incoherencias comunes, se comenzaron a intensificar hasta convertirse en la dolorosa y absurda sombra de la demencia. El día en que dejó de reconocerme, no pude evitar llorar mi orfandad delante de mis hijos. Luego, en un extraño duelo ‘de cuerpo presente’, nos fuimos acostumbrando a atenderla y a cuidar de ella.


Hace poco tiempo, una grave crisis sacudió mi familia de tres. Tuvimos que tomar decisiones durísimas. En el día tal vez más atroz del proceso, mis padres vinieron a visitarme. Hace años mi mamá ya no sabía quién era yo, dudo que incluso supiera quién era ella. Y sin embargo, al entrar a mi casa lo primero que hizo fue darme un estrechísimo abrazo y decirme que me quería mucho, que yo era una mujer preciosa y que tenía un gran corazón. Durante todo el tiempo que duró la visita, no se apartó de mi lado: me sostenía del brazo, se apoyaba en mí, me acariciaba la mano y repetía sus palabras de consuelo y de alabanza a cada momento.



Ese día, en medio de la incertidumbre y la angustia de yo misma no haber sido una buena madre, supe por fin que durante toda mi vida había tenido mamá. Comprendí que bajo las innumerables capas de orgullo y rigidez que a veces acumulamos para defendernos de la fragilidad y el miedo, en el corazón de mi mamá siempre había existido un inmenso cariño guardado para el momento en que yo lo necesitara. Pude sentir el lazo que me ataba, que me atará a ella eternamente, y saber que por más que su mente e incluso su cuerpo ya no estuvieran a nuestro lado, yo siempre había tenido y tendría una mamá tal como la necesitaba. Y pude también dar gracias por el precioso tesoro del amor que había guardado para mí en el lugar más recóndito de su alma.

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