miércoles, 26 de mayo de 2010

Hacerse visible

Lucrecia Maldonado

Cuando me invitaron a Facebook acepté en seguida. Me llamó la atención porque lo hacía una persona poco afecta a la tecnología. Antes ya me habían llegado invitaciones a Netlog, Hi5 y de tales.

Al registrarme tuve cuidado de no poner datos personales como direcciones, teléfonos… cuando mucho un correo electrónico. Tampoco puse fotos familiares, sobre todo de mis hijos (no sé para qué, pues ellos ahora tienen sus páginas de Facebook repletas de fotos que yo nunca habría puesto en ninguna parte, ni siquiera en un álbum secreto).

Sin embargo, me ganó el deseo de poner datos sobre mi estado anímico. En poco tiempo, advertí que esos datos que antes formaban parte de mi particular imaginario, de mis sueños, de mis secretos dolores de alcoba, se iban ventilando no solo ante mis conocidos, gente a quien consideraba amiga, sino también ante un poco de conocidos de mis conocidos, amigos de mis amigos, enemigos que habían sido amigos de algún amigo y ve tú a saber quién más por ahí. ¿Y de quién era la culpa? Mía, pues, de quién más.

(http://sagradaanarquia.files.wordpress.com)

A veces, un poco horrorizada, veo cómo las personas van consignando datos sin el menor pudor. Colocan en el indicador de estado su nuevo número de celular. Exhiben sin ninguna prevención fotos de sus bebés, de sus hijas e hijos menores de diez años. Las amigas y los amigos (y hay que ver cómo ha cambiado la definición de amiga y amigo) comentan, alaban, dicen qué lindo tu guagua. En la página de la mamá, la dirección del domicilio está muy detallada: calle, número, intersección, ciudad y país. No quisiera expandir ninguna paranoia, pero… ¿y si por algún motivo, alguien usa esos datos y esas fotos para realizar algo, por decir lo menos… ilícito?

Ahora que cobro conciencia de la magnitud del alcance de la red social, llámese Facebook o pepito.net, me doy cuenta de que con frecuencia formar parte de ella es casi casi lo mismo que vivir en una casa de cristal. No hay paredes. No hay habitación con llave. Ni siquiera hay baño privado. La gente sabe cuándo te duele el estómago, cuándo tu bebé echa su primer diente, cuándo estás pensando divorciarte pero todavía no. Perfectos extraños te felicitan por algún premio y te dan el pésame cuando se muere tu canario. Gente a quien nunca has visto de frente y con quien no has conversado por más de dos minutos por teléfono te insulta porque no te gusta Joaquín Sabina y te manda una frase del borracho sabio para iluminar tu día.

Estoy consciente de la utilidad de las redes sociales. No sé si sean, como dicen, instrumentos del Imperio para controlar a la población mundial, o para averiguar en qué andamos; pero si fuera esto último lo único que se demostraría es la ineptitud del Imperio para focalizar sus investigaciones. Me doy cuenta de que si se usan bien pueden ser útiles instrumentos de promoción y difusión de eventos o de apoyo a causas sociales y humanas. Pero también pueden convertirse en instrumentos de odio, acoso u hostigamiento, y lo hemos visto en varias ocasiones. Aunque se ponga la opción de ‘denunciar’, no siempre resulta efectivo hacerlo, y nada puede impedir que una página denunciada se cierre solo para que a los pocos minutos se abra otra muy parecida y con la misma intención.

Hubo un tiempo en que la vida privada de la gente era eso: privada. Hoy por hoy, por novelería, fatuidad o simple moda, poco a poco vamos renunciando a esa parte de la existencia que, como un regalo precioso, guardábamos para nosotros y ‘los nuestros’.

¿O será que ‘los nuestros’ ya son todos?

No hay comentarios:

Publicar un comentario