jueves, 3 de junio de 2010

La Cocha

Pablo Ospina Peralta

Todos vimos las imágenes en la Cocha. Las cámaras de televisión solo mostraban la “verdad”. ¿Cómo podrían falsificarla? Según nos dicen, las cámaras no mienten. Cientos, tal vez miles de comuneros se apretujaban en los cerros vecinos para presenciar el espectáculo que los camarógrafos registraban y los periodistas relataban con lujo de detalles. En el centro, un joven recibía latigazos en el suelo, de manos de los dirigentes indígenas, empapado en agua de ortiga helada en el páramo frío de las alturas occidentales de Cotopaxi. Días antes, cientos de comuneros habían impedido la llegada del Fiscal General, conocido hombre de nervios de acero y de pronta justicia, aparecido valerosamente para rescatar al infractor ¿Qué muestra la prensa? Una turba. Comentaristas especializados, como Ramiro Aguilar, comparan doctamente la justicia indígena con el linchamiento de cualquiera en cualquier barrio de cualquier ciudad. La justicia indígena no existe, pontifica el letrado, porque no la menciona Cieza de León en el siglo XVI, sino que la inventaron cuatro vagos en las universidades.

Motivado por tanto derroche de verdad irrefutable de los medios que tanto ama, y seguramente informado por abogados conocedores del tema, como Aguilar o Alexis Mera, y luego de haber revisado puntualmente las encuestas, el presidente de la República puso el epitafio definitivo sobre el cadáver del tema: en Ecuador no se permite la tortura por lo tanto no se permite la justicia indígena. Porque, hay que decirlo, donde se aplica la justicia indígena, se hace el ortigamiento con agua helada, suele haber latigazos y escarnio público. No son las únicas sentencias, por supuesto, pero son frecuentes.

Lo que no es frecuente, de hecho yo nunca supe de un caso semejante, es que las comunidades indígenas de la sierra condenaran a un individuo a la pena de muerte. La primera noticia que tuve del caso me sorprendió inmensamente ¿Pena de muerte? Y fue en realidad ese hecho el que gatilló la transformación de este caso en un acontecimiento mediático. Después supe que no se trataba de una sentencia en firme, sino de lo que pedía la familia del joven asesinado horriblemente a fines de abril en Zumbahua. Pero la noticia de lo que pedían los ofendidos, pero que no se había decidido, se filtró hacia la Fiscalía y de ahí a la prensa.

Lo que la prensa silencia son los acontecimientos tras bastidores. Antes de la sentencia hay un juicio. Dos semanas de recibir pruebas, testimonios, declaraciones. Uno de los jóvenes acusados fue liberado por encontrárselo inocente y otros cuatro habían sido ya castigados con una limpia similar a la que terminaría recibiendo el principal responsable del asesinato. Nada parecido a un linchamiento. Si los ofendidos querían un linchamiento, la comunidad organizada y encargada de llevar adelante la investigación, no lo permitió. No solo eso. Antes de que llegara la prensa, todos los implicados debatieron agitadamente sobre quién tenía jurisdicción, si la justicia indígena o la ordinaria. Fue una decisión en la que participaron tanto las familias de los acusados como las de los acusadores. También se discutió en qué comunidad se haría el proceso: podía ser en Zumbahua, donde ocurrió el crimen, en la comunidad de los implicados o en alguna otra que se considerara apropiada. En una palabra, hay un complejo procedimiento que justifica considerarla muy distinta de un linchamiento.

El corolario final de la actitud del Fiscal y del Presidente solo ratifica a los cuatro vientos, lo poco que entiende este gobierno los derechos colectivos indígenas, la historia indígena y el significado del Estado plurinacional. Al final, en este tema, el gobierno que tanto pontifica contra la prensa, le hace una reverencia cómplice a la peregrina y perturbadora superficialidad de sus juicios.

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