lunes, 26 de julio de 2010

El Filósofo que mordía

Sebastián Endara

Cuenta la historia que Diógenes “el cínico” murió conteniendo la respiración, que un día, al consultar el oráculo, recibió el mandato de invalidar la moneda en curso, y que desde entonces se dedicó a trastocar los valores morales, que por este hecho se tornó repugnante y misterioso, adorado y temido, porque su transgresión le llevó a visibilizar el disimulo y el simulacro de una sociedad que él consideraba decadente y limitante.

Y se masturbó en público y comió carne cruda y, hasta se dice, imagínese, que escribió libros que hablaban a favor del incesto y del canibalismo, por eso -quizá-, no existe ni un solo escrito de Diógenes y sólo nos quedan las fábulas que sobre él se construyeron, como aquella que dice que cierto día Alejandro Magno el divino, se le acercó y le dijo “pídeme lo que quieras” y éste le respondió “que te apartes que me tapas el sol”, y que otro día se autoproclamó cosmopolita porque el mundo es de todos, y que de tanto entrenamiento físico tenia el cuerpo de un dios y era tan inteligente que decía no necesitar del poder, porque era libre y autosuficiente y que con eso le bastaba, y vivía en la calle dentro de un barril y se alimentaba con la mano y por ello le decían el perro, y fue el único que pudo afirmar que era dueño de su vida ya que la valoraba conforme a su propio pensamiento y no en base a las convenciones impuestas, y reía estruendosamente y de buena gana pues le daba risa los hombres que leían de los sufrimientos de otros y desatendían los suyos propios, o esos teóricos que se preocupaban de la verdad pero no la practicaban, como Platón que había definido al hombre como animal bípedo implume y ante ello Diógenes desplumó un gallo y lo presentó en la academia, burlándose del hombre de Platón, y éste dijo que Diógenes era como un Sócrates que se volvió loco, y que durante un banquete algunos comensales le echaron huesos y él se orinó sobre ellos, y a quien le dijo “Muchos se ríen de ti”, contestó: “Pero yo me tomo en serio”, y cuando hubo muerto, sus amigos se peleaban por enterrarlo y su ciudad, para honrarlo, alzó estatuas de bronce en las que escribieron magníficos versos, como el que dice: Hasta el bronce envejece con el tiempo / pero tu fama, Diógenes, pervivirá eternamente / pues tú sólo enseñaste a los mortales la doctrina de la autarquía / y les mostraste la manera más sencilla de vivir.


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