Sebastián Endara
Cuenta la historia que Diógenes “el cínico” murió conteniendo la respiración, que un día, al consultar el oráculo, recibió el mandato de invalidar la moneda en curso, y que desde entonces se dedicó a trastocar los valores morales, que por este hecho se tornó repugnante y misterioso, adorado y temido, porque su transgresión le llevó a visibilizar el disimulo y el simulacro de una sociedad que él consideraba decadente y limitante.
Y se masturbó en público y comió carne cruda y, hasta se dice, imagínese, que escribió libros que hablaban a favor del incesto y del canibalismo, por eso -quizá-, no existe ni un solo escrito de Diógenes y sólo nos quedan las fábulas que sobre él se construyeron, como aquella que dice que cierto día Alejandro Magno el divino, se le acercó y le dijo “pídeme lo que quieras” y éste le respondió “que te apartes que me tapas el sol”, y que otro día se autoproclamó cosmopolita porque el mundo es de todos, y que de tanto entrenamiento físico tenia el cuerpo de un dios y era tan inteligente que decía no necesitar del poder, porque era libre y autosuficiente y que con eso le bastaba, y vivía en la calle dentro de un barril y se alimentaba con la mano y por ello le decían el perro, y fue el único que pudo afirmar que era dueño de su vida ya que la valoraba conforme a su propio pensamiento y no en base a las convenciones impuestas, y reía estruendosamente y de buena gana pues le daba risa los hombres que leían de los sufrimientos de otros y desatendían los suyos propios, o esos teóricos que se preocupaban de la verdad pero no la practicaban, como Platón que había definido al hombre como animal bípedo implume y ante ello Diógenes desplumó un gallo y lo presentó en la academia, burlándose del hombre de Platón, y éste dijo que Diógenes era como un Sócrates que se volvió loco, y que durante un banquete algunos comensales le echaron huesos y él se orinó sobre ellos, y a quien le dijo “Muchos se ríen de ti”, contestó: “Pero yo me tomo en serio”, y cuando hubo muerto, sus amigos se peleaban por enterrarlo y su ciudad, para honrarlo, alzó estatuas de bronce en las que escribieron magníficos versos, como el que dice: Hasta el bronce envejece con el tiempo / pero tu fama, Diógenes, pervivirá eternamente / pues tú sólo enseñaste a los mortales la doctrina de la autarquía / y les mostraste la manera más sencilla de vivir.
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